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Autor: Ignacio Bermejo Martínez
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CUANDO LAS HOJAS DE LOS ÁRBOLES COMIENZAN A CAER
PRIMER ENCUENTRO
“LAS MARIPOSAS SON FELICES”
Fue más o menos a finales del mes de Agosto, justo después de haber presentido
por primera vez la llegada del invierno.
Mi mujer, como cada año, se disponía ya a resignarse para sufrir otra de mis
extrañas depresiones anuales. Esas depresiones que se repiten y se repiten y me
martirizan llenándome de amargura sin saber exactamente porqué las sufro. Quizás se
deban a mi agónica afición de crear y crear. De crear sin cesar, de escribir y escribir. Sí,
pienso que quizás se deba a eso, a esa necesidad imperante que existe en mi vida de
comunicar algo, sea lo que sea, lo cierto es que fue más o menos en ese tiempo cuando
por casualidad quedamos con unos amigos para ir al cine.
Pretendíamos ver una película de Julia Roberts y Hugh Grant, Notting Hill creo
que se titulaba.
Dejamos a los niños a cargo de mis suegros, pero aún así, como suele ser
costumbre en nosotros y tampoco sé bien porqué, llegamos tarde. La película no había
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empezado aún, pero los únicos asientos libres eran casualmente cuatro de la primera
fila, y la verdad sea dicha, para una vez que podemos ir al cine a ver una buena película
sin el tormento de los niños, no es para verla desde esos incómodos sillones. Ninguno
de los cuatro estabamos dispuestos a salir del cine con dolor de torticolis, ni con los ojos
inflamados de mirar tan de cerca la pantalla, así que decidimos secundar todos la
propuesta de Pití de salir de la sala y procurar que nos cambiaran los billetes para la
próxima sesión, aproximadamente dos horas más tarde. Por suerte para nosotros, el
encargado del cine era un pariente cercano de mi mujer y no nos puso demasiados
impedimentos. Todo lo contrario, sería lo justo decir, ya que nos cambió los pases con
una amabilidad impropia del caso, y es que lo normal es encontrarse curiosamente con
un antipático ponedor de trabas, con un amargado monosilábico que solo sabe decir no,
pero gracias a la providencia, si es que existe providencia, no fue ese el caso como digo.
Con ello se demuestra que la familia sirve también para otras cosas, al margen de las
que todos sabemos.
Una vez cambiadas las entradas, nos vimos sin haberlo querido, sin haberlo
buscado, con dos horas libres por delante. Al principio, un poco fuera de sitio, no
sabíamos que hacer, pero rápido nos hicimos a la idea. No todos los días se puede
disfrutar de dos horas de libertad, de dos horas de tranquilidad, de relajación y disfrute.
Dos horas libres para emplearlas perdiéndolas. Qué gusto da perder el tiempo cuando
precisamente es tiempo lo que nos falta. Estoy convencido de que vivir es saber perder
el tiempo. Quienes no pierden el tiempo no viven, los que no pierden el tiempo estudian
o trabajan, piensan, se sacrifican o se entregan a los demás, pero no viven. Solo viven,
reitero, los que saben perder el tiempo, así que por causa del azar, nos había tocado en la
tómbola de nuestro existir cotidiano dos horas para vivirlas.
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Lo primero que hicimos fue hacer caso a Carmen. Todos en el fondo estabamos
ansiosos por tomarnos un buen café, como ella, así que nos sentamos en una cafetería
cercana. Aquel café, como bien dijo Luito, sabía distinto. Aquel café caliente tenía
sabor a libertad, por eso nos supo tan bueno. Pienso que era a eso a lo que nos supo, a
libertad y a vida. Los cuatro, éramos tan jóvenes y al tiempo tan responsables, que casi
nos habíamos olvidado de vivir. Que si el niño se destapa por las noches, que si los
libros del cole, que si los zapatos, que si ahora hay que llevarlos a natación, que si se
pelean, que si salen corriendo y no se paran al llegar a la esquina y puede que venga un
coche. No nos habíamos dado cuenta, pero hacía ya bastante tiempo que habíamos
dejado de vivir para dedicarnos solo y exclusivamente a que vivieran ellos, los niños,
cosa de la que nos sentíamos orgullosos, cosa tan importante para nosotros que sin ella,
sin esa profunda y entera dedicación a nuestros hijos, ya no tendría sentido nuestras
propias vidas. Nuestras vidas eran sus vidas, y así debía ser, porque en ese sacrificio, en
esa entrega de todo nuestro ser en bien de nuestros hijos seguramente era donde se
encontraba nuestra más profunda felicidad. ¿Que íbamos a hacer, si no, sin nuestros
hijos?. Nosotros ya no éramos nosotros, nosotros éramos nosotros y nuestros hijos, pero
cuando a pesar de eso, encontrábamos un hueco, cuando por obra del destino nos
encontrábamos con dos horas como era el caso, no podíamos evitar sentirnos bien, y es
que al fin y al cabo éramos muy jóvenes, y de vez en cuando, como quien fuma en el
trabajo, también nosotros nos merecíamos un descanso, aunque fuera tan solo de dos
horas.
Allí sentados, manteniendo todos a un tiempo una conversación casi histérica,
hablando con prisas, como si deseáramos vaciarnos en ese corto espacio de tiempo.
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Hablábamos y hablábamos sin parar, en una carrera rápida por ver quien era capaz de
decir más cosas, por ver quien era capaz de acaparar la atención del resto.
Allí sentados, hablando y hablando de cosas banales es cuando surgió esta
historia. La historia real de Amelia y sus desgracias.
Amelia fue una tía sordomuda de Pití, precisamente la que criara conjunto a su
abuela ciega a su padre. Al padre de Pití, lo abandonó ala vez el suyo, siendo aún este
muy pequeño y al no tener madre, fueron la abuela ciega y la tía sorda quienes lo
hicieron. Pití ya me había adelantado en cierta ocasión parte de esta historia, pero de
forma tan genérica que me pasó desapercibida. En cambio aquella tarde, quizás porque
ella estaba más pletórica o más comunicativa de lo que solía estar, o yo más sensible, la
historia, que ya había oído contar antes, me pareció extraordinaria, llena de matices, de
morbo y de ternura y es por ello por lo que procuraré contarla tal cual lo oí, y no por
nada en especial, sólo porque la historia en sí, así lo merece.
Amelia, la tía sorda de Pití , según contaba ella, fue una dama hermosa. Luito,
con la expresividad que suele caracterizarlo, admirado subrayó, en la narración de Pití,
el gran porte de esa señora, su categoría como ser humano, su belleza infinita.
Ahora, si cierro mis ojos y trato de imaginarme a Amelia, la imagino alta y
delgada, una señora esbelta y elegante, vestida con sencillez. Amelia, para mí, debía de
tener el pelo largo y oscuro. Sus ojos debían de ser verdes claros, del tono romantico
que toma el mar de Cádiz en las mañanas de los domingos de invierno, en las que hace
buen tiempo, al salir de la misa de doce. Un verde claro y suave que podría confundirse
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con facilidad con un color grisáceo y serio si se los miraba, a sus ojos, desde cierta
distancia.
Seguro que sí, seguro estoy de que Amelia tendría los ojos claros y en ellos una
expresión de profunda melancolía. Sus ojos debían de ser como los ojos tristes de
Penélope, esa otra señora que espera a su amor sentada en un banco de pino verde de no
sé que estación en la canción de Serrat, no obstante, Pití me prometió aquella tarde
enseñarme una foto que por lo visto aún conservaba de ella, y no puedo negar que en
aquel momento desee verla con ansiedad.
En aquella primera charla que tuvimos con cierta intimidad los cuatro, Carmen,
Luito, Pití y yo, poco más se dijo de Amelia. Ella por lo visto, se casó mas o menos
tarde para su tiempo, pues según creí entender, lo hizo a los cuarenta años y con un
hombre que no estuvo nunca a su altura. Su marido, del que en la primera charla no se
me había desvelado todavía el nombre, por lo visto debió de ser mas o menos eso que
llaman “un pobre pelagatos”. Por aquellos entonces era fácil pensar que se era un poco
retrasado por el mero hecho de ser sordomudo, cuando es obvio que eso no es cierto. En
el caso de Amelia quizás fuera incluso todo lo contrario, ya que su minusvalía, y su
penoso vivir lleno de desventuras y calamidades la habían sobre dotado de un sexto
sentido extraordinario, una inteligencia sutil y aguda, que como toda ella, a no ser por
su belleza, pasaba totalmente desapercibida.
Su belleza, su elegancia y su sordomudez, formaban un compendio de
características que la convertía en víctima de mas de un desalmado. El marido de su
hermana, ese degenerado que había abandonado a sus hijos, el padre del padre de Piti,
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