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NAVEGANTE DE LA
LUMINOSA ETERNIDAD
Serie del centro galáctico/6
Gregory Benford
Gregory Benford
TÃtulo original: Sailing Bright Eternity
Traducción: Carlos Gardini
© 1995 by Gregory Benford
© 1996 Ediciones B.
Bailén 84 - Barcelona
ISBN: 84-406-8276-X
Edición digital: Elfowar
Revisión: Anelfer
R5 04/03
A Mark y Alyson y Joan,
que en las décadas que tardé en escribir esta serie
de novelas crecieron y cambiaron mucho más
de lo que estas novelas podrÃan describir.
Prólogo
Metalóvoro
Los agujeros negros tienen su clima.
De ellos brota luz. En el núcleo habita la negrura, pero la fricción calienta el gas y el
polvo que caen dentro. Estos chorros rebosan de radiación forzada. Los sacuden
tormentas. Tornados candentes giran y succionan.
En el inmenso agujero que está en el centro exacto de la galaxia palpita un fulgor
efervescente. Empuja sin cesar las apiñadas masas que giran a su alrededor tam-
baleándose en órbitas condenadas. La garganta de la gravedad aplana esos chorros
mientras los arrastra hacia el turbulento interior.
La presión de los fotones calientes es un viento que lo empuja todo, salvo las criaturas
que pacen. Para estos fotóvoros, el gran disco crujiente es una fuente de alimento.
Capullos de fuego florecen en el disco, irradiando feroces látigos ultravioletas.
Tormentas de luz.
Por encima y por debajo del disco de acreción revolotean nubes donde estos fotones
reducen las moléculas a átomos, los átomos a carga desnuda, las partÃculas a granizo.
Las nubes son residuos, polvo, gránulos. Ya están condenadas por el roce de la
gravedad, como casi todo aquÃ.
Casi todo. Para los traslúcidos rebaños flotantes, esto es una fuente. Su fuente de vida.
Cuelgan en láminas, ondeando en los vientos electromagnéticos, disfrutando del ardor,
estables.
Los fotóvoros pacen pacientemente. Algunos son infras, otros ultras, especializados en
devorar ciertas tajadas del espectro electromagnético.
Cada especie tiene un brillo y una forma especÃficos. Cada cual trabaja según las
necesidades evolutivas, desplegando grandes aletas receptoras. Cada cual tiene una
canción, y la usa para mantener el ángulo y la órbita.
En medio de la colérica turbulencia, la información es al menos una defensa parcial.
Una telemetrÃa de mantenimiento de posición revolotea entre las láminas del rebaño.
Cantan luminosamente en el eterno dÃa rebosante.
Grandes alas de láminas relucientes baten bajo la presión de la luz. Torsiones
magnéticas patinan en los vientos: una suma dinámica y compleja. Fuerzas imperiosas
gobiernan esta danza perpetua por decreto de inteligencias apenas percibidas, de
máquinas que merodean en las oscuras VÃas externas.
Estas formas magistrales necesitan las energÃas de este horno, pero no se aventuran
en su interior. Los sabios y valiosos no corren riesgos.
A veces los rebaños desfallecen. Grandes capas titilantes se desprenden. Muchos se
funden con las amortajadas masas de nubes moleculares, que pronto hervirán a su vez.
Otros siguen una impotente espiral de descenso. El crudo resplandor las disuelve aun
antes de que puedan estrellarse contra el disco brillante. Estallan y relampaguean con
fatÃdica energÃa.
Ahora una amenaza mayor desciende con lentitud. Abandona su refugio de polvo
denso y turbulento y baja hacia la masa dominante, el agujero negro. Detiene su
descenso con alas de espejos extendidas que ondean con elegancia en la brisa fotónica.
Sus lentes giran buscando una presa. Más allá se amontonan fotóvoros, que no
responden a su programación milenaria, tal vez atrapados en un tubo de flujo magnético.
La causa no importa. El depredador desciende por el eje de la galaxia.
Aquà la navegación es simple. Más abajo, el polo rotatorio del Comilón de Todas las
Cosas es un punto de negrura absoluta en el centro de un disco que gira incandescente.
Los fotóvoros apiñados detectan una presencia descendente. Sus vastos rebaños se
entreabren, revelando capas más profundas de áureos buscadores de luz. Todos viven
para ingerir luz y excretar haces de microondas. Su mundo interior gira en torno a la
ingestión, una reflexiva digestión y una ordenada excreción.
Estos plácidos conductos huyen. Pero los que están apiñados cerca del eje tienen poco
impulso angular, y no pueden girar sobre un fulcro magnético. Perciben borrosamente su
destino. Sus susurrantes microondas tiemblan.
Algunos se zambullen con la esperanza de que el depredador no los siga tan cerca del
Comilón. Otros se apiñan aún más, como si concentrarse representara protección. Es
todo lo contrario.
El metalóvoro extiende sus alas de espejos. Rápido y anguloso, acelerando, tritura
algunos fotóvoros sobre su caparazón. Los recoge con lÃneas de flujo. Cosechadores de
metal desgarran a los fotóvoros. Los jirones se precipitan por negros túneles. Campos
electrostáticos disocian elementos y aleaciones.
Llamaradas de fusión lamen los cadáveres destrozados. Allà la disociación es tan
precisa que se obtienen lingotes puros de cualquier aleación. En última instancia, aquà los
recursos finales son masa y luz. Los fotóvoros vivÃan para la luz, y ahora terminan como
masa.
El lustroso metalóvoro no se digna prestar atención a las capas multitudinarias que
retroceden en gigahercios de pánico. Son plancton. El depredador las ingiere sin registrar
sus canciones, su dolor, su terror mortal.
Pero también el metalóvoro forma parte de un intrincado equilibrio. Si él y su especie se
perdieran, la comunidad que gira en torno al Comilón se reducirÃa a un estado de menor
diversidad, a un estado de monótona simplicidad que serÃa incapaz de adaptarse a los
caprichos del Comilón. Se dominarÃa menos energÃa, se recobrarÃa menos masa.
El metalóvoro poda a los fotóvoros menos eficientes. Sus antiguos códigos,
perfeccionados con el correr del tiempo por la selección natural, prefieren a los débiles.
Los que se han deslizado hacia órbitas improductivas son más fáciles de atrapar.
También prefieren el sabor de los que han permitido que sus aletas receptoras se
estropearan con los suculentos elementos residuales que escupe el candente disco de
acreción. El metalóvoro los identifica por su color manchado y crepuscular.
Con cada hirviente instante, millones de pequeñas muertes modelan la mecaesfera.
Los depredadores abundan, y también los parásitos. Hay algunas lapas en la piel
bruñida del metalóvoro, terrones pardos y amarillos que se alimentan de residuos
aleatorios de la presa. Pueden lamer los vientos de materia y luz. Purgan al metalóvoro de
elementos indeseables, restos y polvo que con el tiempo pueden atascar aun los
mecanismos más robustos.
Toda esta complejidad flota sobre la presión de los fotones. Aquà la luz es un fluido que
se derrama desde las abrasadoras tormentas que rugen en el aplastante disco. Esta rica
cosecha mantiene la mecaesfera que se extiende por cientos de años-luz cúbicos, con
sectores y avenidas semejantes a las estructuras de una ciudad inimaginable.
Todo esto se centra en un núcleo de tenebrosa negrura, la oscura fuente de una vasta
riqueza.
Dentro del borde del disco, ajena a las turbulencias, gira una extraña y abotagada
distorsión en la trama del espacio y del tiempo. Algunos la llaman la Cuña, pues parece
inserta en el camino. Otros la denominan el Laberinto.
Parece ser una pequeña refracción en la aullante ebullición. En el linde de la
aniquilación, proclama su artificial insolencia.
Pero sobrevive. La mota gira perpetuamente junto al más espantoso abismo natural de
la galaxia, el Comilón de Todas las Cosas.
Un abismo de tiempo
Estado interior: un espacio liso y despejado, borroso.
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