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ESCRITOS DE
ANDRÉS BELLO
(Selección)
Las repúblicas hispanoamericanas: AutonomÃa cultural
El aspecto de un dilatado continente que aparecÃa en el mundo polÃtico,
emancipado de sus antiguos dominadores, y agregando de un golpe nuevos
miembros a la gran sociedad de las naciones, excitó a la vez el entusiasmo de
los amantes de los principios, el temor de los enemigos de la libertad, que veÃ-
an el carácter distintivo de las instituciones que América escogÃa, y la curiosi-
dad de los hombres de Estado. Europa, recién convalecida del trastorno en que
la revolución francesa puso a casi todas las monarquÃas, encontró en la revolu-
ción de América del Sur un espectáculo semejante al que poco antes de los
tumultos de ParÃs habÃa fijado sus ojos en la del Norte, pero más grandioso
todavÃa, porque la emancipación de las colonias inglesas no fue sino el princi-
pio del gran poder que iba a elevarse de este lado de los mares, y la de las co-
lonias españolas debe considerarse como su complemento.
Un acontecimiento tan importante, y que fija una era tan marcada en la
historia del mundo polÃtico, ocupó la atención de todos los Gabinetes y los
cálculos de todos los pensadores. No ha faltado quien crea que un considera-
ble número de naciones colocadas en un vasto continente, e identificadas en
instituciones y en origen, y a excepción de los Estados Unidos, en costumbres
y religión, formarán con el tiempo un cuerpo respetable, que equilibre la polÃ-
tica europea y que, por el aumento de riqueza y de población y por todos los
bienes sociales que deben gozar a la sombra de sus leyes, den también, con el
ejemplo, distinto curso a los principios gubernativos del Antiguo Continente.
Mas pocos han dejado de presagiar que, para llegar a este término lisonjero,
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tenÃamos que marchar por una senda erizada de espinas y regada de sangre;
que nuestra inexperiencia en la ciencia de gobernar habÃa de producir frecuen-
tes oscilaciones en nuestros Estados; y que mientras la sucesión de generacio-
nes no hiciese olvidar los vicios y resabios del colo niaje, no podrÃamos divisar
los primeros rayos de prosperidad.
Otros, por el contrario, nos han negado hasta la posibilidad de adquirir
una existencia propia a la sombra de instituciones libres que han creÃdo ente-
ramente opuestas a todos los elementos que pueden constituir los Gobiernos
hispanoamericanos. Según ellos, los principios representativos, que tan feliz
aplicación han tenido en los Estados Unidos, y que han hecho de los estable-
cimientos ingleses una gran nación que aumenta diariamente en poder, en in-
dustria, en comercio y en población, no podÃan producir el mismo resultado en
la América española. La situación de unos y otros pueblos al tiempo de adqui-
rir su independencia era esencialmente distinta: los unos tenÃan las propieda-
des divididas, se puede decir, con igualdad, los otros veÃan la propiedad acu-
mulada en pocas manos. Los unos estaban acostumbrados al ejercicio de gran-
des derechos polÃticos al paso que los otros no los habÃan gozado, ni aun tenÃ-
an idea de su importancia. Los unos pudieron dar a los principios liberales to-
da la latitud de que hoy gozan, y los otros, aunque emancipados de España,
tenÃan en su seno una clase numerosa e influyente, con cuyos intereses choca-
ban. Estos han sido los principales motivos, porque han afectado desesperar de
la consolidación de nuestros Gobiernos los enemigos de nuestra independen-
cia.
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En efecto, formar constituciones polÃticas más o menos plausibles, equi-
librar ingeniosamente los poderes, proclamar garantÃas y hacer ostentaciones
de principios liberales, son cosas bastante fáciles en el estado de
adelantamiento a que ha llegado en nuestros tiempos la ciencia social. Pero
conocer a fondo la Ãndole y las necesidades de los pueblos a quienes debe
aplicarse la legislación, desconfiar de las seducciones de brillantes teorÃas,
escuchar con atención e imparcialidad la voz de la experiencia, sacrificar al
bien público opiniones queridas, no es lo más común en la infancia de las
naciones y en crisis en que una gran transición polÃtica, como la nuestra,
inflama todos los espÃritus. Instituciones que en la teorÃa parecen dignas de la
más alta admiración, por hallarse en conformidad con los principios
establecidos por los más ilustres publicistas, encuentran, para su observancia,
obstáculos invencibles en la práctica; serán quizá las mejores que pueda dictar
el estudio de la polÃtica en general, pero no, como las que Solón formó para
Atenas, las mejores que se pueden dar a un pueblo determinado. La ciencia de
la legislación, poco estudiada entre nosotros cuando no tenÃamos una parte
activa en el gobierno de nuestros paÃses, no podÃa adquirir desde el principio
de nuestra emancipación todo el cultivo necesario, para que los legisladores
americanos hiciesen de ella meditadas, juiciosas y exactas aplicaciones, y
adoptasen, para la formación de las nuevas constituciones, una norma más
segura que la que pueden presentarnos máximas abstracciones y reglas
generales.
Estas ideas son plausibles; pero su exageración serÃa más funesta para
nosotros que el mismo frenesà revolucionario. Esa polÃtica asustadiza y pusilá-
nime desdorarÃa al patriotismo americano; y ciertamente está en oposición con
aquella osadÃa generosa que le puso las armas en la mano, para esgrimirlas
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contra la tiranÃa. Reconociendo la necesidad de adaptar las formas gubernati-
vas a las localidades, costumbres y caracteres nacionales, no por eso debemos
creer que nos es negado vivir bajo el amparo de instituciones libres y naturali-
zar en nuestro suelo las saludables garantÃas que aseguran la libertad, patrimo-
nio de toda sociedad humana que merezca nombre de tal. En América, el esta-
do de desasosiego y vacilación que ha podido asustar a los amigos de la
humanidad es puramente transitorio. Cualesquiera que fuesen las circunstan-
cias que acompañasen a la adquisición de nuestra independencia, debió pen-
sarse que el tiempo y la experiencia irÃan rectificando los errores, la observa-
ción descubriendo las inclinaciones, las costumbres y el carácter de nuestros
pueblos, y la prudencia combinando todos estos elementos, para formar con
ellos la base de nuestra organización. Obstáculos que parecen invencibles des-
aparecerán gradualmente: los principios tutelares, sin alterarse en la sustancia,
recibirán en sus formas externas las modificaciones necesarias, para acomo-
darse a la posición peculiar de cada pueblo; y tendremos constituciones esta-
bles, que afiancen la libertad e independencia, al mismo tiempo que el orden y
la tranquilidad, a cuya sombra podamos consolidarnos y engrandecernos. Por
mucho que se exagere la oposición de nuestro estado social con algunas de las
instituciones de los pueblos libres, ¿se podrá nunca imaginar un fenómeno
más raro que el que ofrecen los mismos Estados Unidos en la vasta libertad
que constituye el fundamento de su sistema polÃtico y en la esclavitud en que
gimen casi dos millones de negros bajo el azote de crueles propietarios? Y sin
embargo, aquella nación está constituida y próspera.
Entre tanto, nada más natural que sufrir las calamidades que afectan a
los pueblos en los primeros ensayos de la carrera polÃtica; mas ellas tendrán
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